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Un delincuente encantador

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A principios de 1967, el mundo del arte estaba inquieto. Multitud de llamadas telefónicas y cartas preocupadas evidenciaban y propagaban el desconcierto entre marchantes, galeristas y directores de museos de uno y otro lado del Atlántico. La primera noticia ya había saltado a la prensa. Afectaba al texano Algur H. Meadows, magnate del petróleo y poseedor de una importante colección de arte postimpresionista. Movido por ciertas sospechas, Meadows había recabado los servicios de cinco expertos con el fin de contrastar la autoría de algunas de sus piezas. El veredicto fue unánime: cuarenta y cuatro de ellas —la mayor parte— eran falsificaciones.

Una vez caída la primera pieza del castillo de naipes, las demás fueron viniéndose abajo por pura inercia. Primero, la policía francesa se incautaba, por el mismo motivo, de cinco obras firmadas por maestros fauvistas que estaban siendo subastadas en la localidad de Pontoise; pocos días después, el Museo Nacional Japonés de Arte Occidental ponía en entredicho la atribución a Dufy, Derain y Modigliani de tres de sus adquisiciones más recientes. A continuación, otros once cuadros eran apartados de la exposición parisina Fauve y cubismo. Todas las obras discutidas estaban acompañadas de documentación en regla, legitimadas con certificados de autenticidad y avaladas por la opinión favorable de los especialistas más reputados. Con el transcurso de las semanas, los detalles todavía confusos de una gran trama fraudulenta fueron saliendo a la luz y copando titulares en periódicos de tres continentes. “Ahora mismo —declaraba la propietaria de la galería Le Niveau, en Parísno compraría un Dufy o un Derain a nadie, en ninguna circunstancia”.

Dos nombres se repetían detrás de todos y cada uno de esos escándalos sucesivos: el de Fernand Legros y el de Réal Lessard. Legros y Lessard habían irrumpido en el negocio en fechas relativamente recientes, sorprendiendo a los marchantes establecidos con un catálogo de obras que abarcaba lo más granado de la pintura contemporánea y que parecía prácticamente inagotable. Su volumen de ventas era tan dilatado que la prensa comenzó a especular con la posibilidad de un taller de artistas a sueldo establecido a sus órdenes en algún punto del sur de Francia. O tal vez en las Islas Baleares. De hecho, ambos eran muy conocidos entre la cosmopolita colonia de extranjeros en Ibiza; cada cierto tiempo visitaban la casa de Elmyr de Hory, un caballero atildado y elegante que se había instalado allí unos cuantos años atrás. Pero no: Elmyr, siempre gentil, siempre sonriente, siempre dispuesto a relatar curiosas anécdotas de la vieja nobleza centroeuropea, no podía estar relacionado de ninguna manera con dos delincuentes… ¿O sí?

***

Según sostiene Clifford Irving en ¡Fraude!, Elmyr de Hory, o von Houry, o Dory, o Dory -Boutin, o Herzog, o Cassou, o Hoffman, o Raynal —que todos estos nombres y alguno más utilizaría a lo largo de su vida— procedía de una importante familia judía de la aristocracia húngara. Considerando sus antecedentes y los de su biógrafo (Irving alcanzaría notoriedad por publicar una biografía inventada de Howard Hughes), es muy probable que se trate de una exageración. Lo que sí puede darse por seguro es que disfrutó de una juventud muy desahogada: comía con cubertería de plata y se prodigaba en viajes a Biarritz y a París. O al menos eso le gustaba contar. Rebájese unos cuantos grados la calidad de los materiales y de los destinos, y se tendrá seguramente una visión más aproximada. En todo caso, para cuando hubo completado sus estudios en Budapest, su inclinación por la bohemia y su homosexualidad no eran ningún secreto. Y, en los años veinte, esas dos circunstancias no solían ser muy bien recibidas en una familia con ciertas aspiraciones sociales. Así que cuando Elmyr manifestó su deseo de estudiar arte en el extranjero, sus padres no encontraron demasiadas objeciones en permitir que pusiera tierra de por medio.

Primero en la Akademie Heimann, en Munich, y más tarde en la Académie la Grande Chaumière, dirigida por Fernand Léger en París, iría perfeccionando sus dotes innatas de artista y de bon vivant. Frecuentaba el Café du Dôme y La Rotonde, y se relacionaba con Vlaminck, Gertrude Stein, Valéry y los demás apóstoles de la época dorada de Montparnasse. Al contrario de lo que le sucedía a la mayoría de los pintores jóvenes, él jamás pasó estrecheces ni dependía de su obra para sobrevivir. Al echar la vista atrás, siempre lamentaba no haber tenido nunca consciencia del valor real del dinero ni obligación de atenerse a una suma; un simple telegrama a Budapest cada vez que se agotaban sus fondos bastaba para proveerle de lo necesario para sostener sus sofisticados caprichos. Pero esos tiempos de despreocupación no podían durar para siempre: la II Guerra Mundial estalló y Elmyr se vio obligado a regresar a Hungría.

Los años siguientes supusieron un enorme contraste, ya que los pasó en un campo de concentración en los Cárpatos y en otro alemán, de cuya enfermería escapó de puntillas aprovechando un descuido del personal. Y las cosas no fueron mejor al acabar la guerra: sus padres habían muerto y los nazis se habían apoderado de todas las posesiones de su familia. Cuando finalmente regresó a París en 1945 para intentar abrirse camino como artista, su fortuna y su juventud se habían esfumado.

En un estudio de la calle Jacob, sin mucho más mobiliario que el caballete de pintor y los marcos de los cuadros, estaba a punto de tener lugar el momento más decisivo de su vida. Hasta entonces había logrado sobrevivir gracias a las pinturas que sus viejas amistades le compraban generosamente cada cierto tiempo. Pero había pasado ya casi un año y las grandes galerías de arte permanecían ajenas a su existencia y a su pretendido talento. Esa tarde una amiga se pasó a visitarlo. Tras unas palabras de cortesía y un vistazo casual a las obras que colgaban de las paredes, su mirada se posó en un dibujo que Elmyr había hecho en diez minutos, quizá mientras hablaba por teléfono. “Eso es un Picasso, ¿no? Del período griego”, aventuró. Elmyr, a quien nunca se le había ocurrido una cosa semejante, vaciló durante unos segundos; aunque era una mujer muy adinerada, se trataba de su amiga. Los escrúpulos, no obstante, no resistieron una segunda lectura: necesitaba dinero de forma imperiosa. “Lo es —respondió—. Y precisamente estaba pensando en venderlo. ¿Cuánto pagarías por él?”.

No se sintió culpable. Se convenció a sí mismo de que, en aquel momento, bajo aquellas circunstancias, no podía haber hecho otra cosa. Pero había resultado tan sencillo que una idea empezó a madurar en su cabeza. Al fin y al cabo, se dijo, muchos artistas habían recurrido a pequeñas argucias para salir adelante en los comienzos de su carrera. Su profesor, Fernand Léger, sin ir más lejos, le confesó haber falsificado unos cuantos cuadros de Corot. Incluso el mismísimo Miguel Ángel había tratado de hacer pasar una de sus esculturas por una antigüedad romana. ¿Quién era él para desdeñar tales precedentes? Llevaba demasiado tiempo sometido a la enojosa combinación de su pasión por los gustos caros y su absoluta inutilidad práctica para subvenirlos. Se prometió considerarlo como algo temporal, como una etapa que le permitiría alcanzar la estabilidad suficiente para intentar triunfar con su propia obra.

De modo que consultó libros de reproducciones, compró un cuaderno de papel viejo y, después de practicar un rato, produjo en una tarde tres dibujos de la etapa clásica de Picasso. Cuando al día siguiente una galería los adquirió por 2.000 francos, Elmyr concluyó que aquello no era un mal negocio. Asociado a un amigo que se encargaba de vender sus falsificaciones por una comisión del cincuenta por ciento, pasó unos meses recorriendo las principales ciudades de Europa. Se alojaba en los mejores hoteles, comía en los restaurantes más selectos y no tenía que preocuparse de nada más que de dibujar. Por fin su situación económica y su tren de vida estaban próximos a los que él creía merecer, pero la promesa que se había hecho seguía reciente. Después de muchas ventas, había conseguido ahorrar más de 6.000 dólares, lo suficiente como para comprar un billete de ida a Río de Janeiro y empezar de nuevo. Y, sin duda, un europeo de cuarenta años, provisto de modales refinados y de efectivo en abundancia, tendría muy buena acogida en el Nuevo Mundo. Por suerte, todas sus pertenencias cabían en una maleta.

Pronto se aburriría de Río de Janeiro y pondría sus ojos en Nueva York. Su natural don de gentes y el encanto de la novedad, que ya le habían procurado un hueco en la alta sociedad brasileña, funcionaron de igual manera en la Gran Manzana. Pintaba su propia obra y visitaba los salones de grandes financieros, políticos y gentes del espectáculo; incluso recibía algún encargo ocasional. Precisamente uno de esos encargos le granjearía la enemistad de Zsa Zsa Gabor, que le había pedido un retrato de tamaño tres cuartos. Las versiones de lo sucedido difieren de manera notable: Elmyr afirmaba haberlo pintado y entregado; la actriz no solo lo negaba, sino que además acusó a su compatriota de haber intentado endilgarle alguna de las falsificaciones que seguramente tenía en stock. La polémica se zanjaría con una frase en la que Gabor resucitó involuntariamente el espíritu de Epiménides: “Todos los húngaros son unos mentirosos”.

En esa época, Elmyr alcanzaría el que, teniendo en cuenta el devenir de los acontecimientos, puede considerarse como punto álgido de su carrera: una exposición individual en las Galerías Lilienfeld, en la calle 57. La inauguración fue un éxito de público, y la crítica definió su obra como “encantadora, bien ejecutada, atractiva” y destacó su “vivo realismo, estilo temerario y afán colorista”. Pero solo vendió un cuadro. Tal y como tenía por costumbre, había continuado despilfarrando cuanto dinero pasaba por sus manos y, naturalmente, ese dinero no era tan abundante como en el tiempo en que sus pinceles suplantaban firmas más prestigiosas que la suya. Había contraído demasiadas deudas y sus ingresos previsibles eran computables en cero. De nuevo se encontraba en una disyuntiva: acabar convertido en uno de esos artistas desharrapados que pululaban por el SoHo y devoraban los canapés de todas las exposiciones en cincuenta kilómetros a la redonda, o recurrir —provisionalmente, por supuesto— a su lucrativa habilidad secreta. Resignado, decidió lo segundo.

***

A diferencia de Han van Meegeren, que se lanzó al mundo de la falsificación con el propósito de dar una lección a los críticos, Elmyr no tenía más motivación que la puramente económica. Alardeaba de vender su obra solamente a marchantes profesionales, jamás a particulares, y ni siquiera tenía una noción clara de estar haciendo algo delictivo. Durante los años siguientes, en los que recorrería Estados Unidos de este a oeste y de norte a sur, empleó siempre el mismo modus operandi. Se presentaba en las galerías como un expatriado centroeuropeo al que los nazis y los comunistas habían despojado sucesivamente de su cuantiosas posesiones en Hungría, y preguntaba si tal vez el dueño estaba interesado en una o dos pequeñas obras que había conseguido rescatar milagrosamente de la colección de su familia y que lamentaba mucho verse obligado a vender.

Para entonces, su catálogo ya no se limitaba a dibujos de Picasso; comprendía también acuarelas y gouaches de Matisse, Renoir, Vlaminck, Derain y Modligiani. Como el papel antiguo era cada vez más difícil de conseguir a principios de los años cincuenta, Elmyr compraba al peso viejos cuadernos franceses con ilustraciones de barcos o con estampas de París, recortaba las páginas finales en blanco y, amarilleándolas con té cuando era necesario, pintaba sobre ellas alla maniera di. “No tendrá usted algo de Cézanne, ¿no?” o “Uno de mis clientes estaría interesado en un dibujo de Braque”, proponían algunos galeristas, muy satisfechos con el material que se les presentaba. Invariablemente, Elmyr fruncía el ceño durante unos segundos y recordaba de repente un pastel o una pequeña acuarela con un bonito fondo en color turquesa. Durante todo ese tiempo, solo un par de veces su trabajo fue rechazado como falso o, empleando el eufemismo de la jerga del gremio, “no gustó”.

Aún tendría una última recaída en la honradez. Cansado de un peregrinaje que se había prolongado durante cuatro años y afectado por una sensación vagamente parecida al remordimiento, se compró un Lincoln Continental y se instaló con un joven llamado Jimmy en un pequeño apartamento de los Ángeles. Vendía su pintura más comercial a bazares y tiendas de decoración a razón de 30 dólares la pieza. Pero ya estaba muy mal acostumbrado y sus escrúpulos se iban volviendo cada vez más endebles. Como era previsible, el mercado californiano acabó saturándose de bodegones, jarrones de flores y escenas de caza. Elmyr concluyó entonces que su nuevo coche no era digno de estar en manos de un pintor pobre y puso rumbo a Florida.

La idea que se le había ocurrido era intrépida, pero bastante cómoda: la venta a distancia. Mediante ese sistema cerró tratos con galerías de Nueva York, Filadelfia, Chicago, Detroit, San Francisco e incluso con el prestigioso Museo Fogg, de la Universidad de Harvard. Y para presentar su producto ya no tenía que tragar saliva y balbucear imprecisiones sobre los antecedentes de la obra en cuestión; bastaba una breve carta dirigida al interesado, acompañada con una descripción y una fotografía. Si era necesario, enviaba el cuadro por ferrocarril para que el comprador lo examinase a su gusto. De la pared de su casa de Miami Beach pronto colgaría una creciente colección de trabajos de Matisse, fallecido recientemente, Laurencin, Degas, Gauguin, Chagall, además de los otros muchos que ya había venido falsificando con anterioridad. Hasta entonces se había limitado casi exclusivamente a acuarelas o dibujos, mucho más rápidos y fáciles de colocar. Ahora, con la estabilidad que le había procurado una vivienda fija, podía por fin desarrollar todas las posibilidades artísticas que le ofrecía la pintura al óleo. Para ello tenía que importar desde Francia bastidores y lienzos de la época adecuada, envejecer los marcos con trementina y aceite de linaza y dejar secar el cuadro mucho tiempo antes de pensar en venderlo. Para obtener el efecto de croquelure, ese agrietamiento en la superficie de los óleos que ya tienen una edad significativa, empleaba a veces un barniz especial muy usado por los restauradores. Durante su estancia en Florida produciría más de setenta obras de las facturas más diversas por un valor estimado de 160.000 dólares de la época.

Un estilo de vida como el de nuestro protagonista difícilmente puede encadenar una temporada larga de tranquilidad. Su retiro dorado en la costa terminó de forma abrupta cuando Joseph W. Faulkner, un marchante neoyorquino que le había comprado de muy buena gana varias piezas de su colección, descubrió que una de ellas era falsa. Como es natural, comenzó a sospechar también de las demás y, desde luego, las vagas explicaciones del vendedor sobre el origen de las obras no contribuyeron a aplacar sus dudas. Aunque entre las cualidades de Elmyr no figuraba precisamente la cautela, ante una insistencia tan poco halagüeña concluyó que lo mejor sería ausentarse por una temporada indefinida. Faulkner lo demandó ante el tribunal del distrito de Dade County y este ordenó confiscar su cuenta bancaria y su caja fuerte. En ella no encontraron nada, salvo las bandas impresas de mil dólares que habían envuelto los correspondientes fajos de billetes. Elmyr, en una broma a la que a buen seguro el demandante no acabó de encontrar la gracia, no se había podido resistir a dejarlas allí como muestra de su pequeño triunfo. Para entonces ya estaba lejos, pero el FBI lo perseguía y él era de nuevo un fugitivo.

Desde Estados Unidos huyó a México; desde México huyó a Canadá; desde Canadá volvió a Estados Unidos, y desde allí a Europa. Fueron tiempos muy difíciles. El dinero se agotaba con el transcurrir de los meses y Elmyr estaba demasiado asustado como para intentar vender nada más que alguna pequeña litografía. Comenzaba a deprimirse: esporádicamente leía en la prensa los precios que estaban alcanzando las obras por las que él había cobrado setecientos u ochocientos dólares. En el museo de Detroit, ciudad a la que finalmente acabó llegando en su huida desde Montreal, se tropezó de forma inesperada con un Matisse que de un vistazo reconoció como suyo; incluso un óleo de su autoría era descrito en un catálogo de Modigliani como la primera obra maestra de un determinado período de su vida. No había hecho ninguna lista de todo lo que había falsificado ni podía recordarlo con exactitud, pero no era raro para él consultar algún volumen reciente de postimpresionistas y descubrir alguno de sus trabajos. Ya no sentía ningún remordimiento. Estaba claro que los marchantes habían hecho grandes fortunas a costa de su talento; y, lo que era peor, a costa del talento de artistas que en muchos casos habían muerto pobres e ignorados. Y mientras, él estaba en la ruina y muy cansado de escapar.

En esa coyuntura, que le llevaría al extremo de un intento de suicidio, no resulta difícil entender la razón del pacto leonino que acabaría uniéndolo con Legros y Lessard. Ambos jóvenes mantenían una tormentosa relación y estaban deseando vivir juntos alguna de las aventuras que él les había relatado. Le propusieron ser sus agentes. Ellos le proporcionarían una casa en Ibiza y los materiales necesarios para pintar. También le darían cuatrocientos dólares al mes, lo suficiente como para tener una vida holgada en la España de principios de los sesenta. El resto de los beneficios, por descontado, se los quedarían. A pesar de lo desventajoso del acuerdo, Elmyr aceptó: un hogar fijo era todo lo que podía desear en aquel momento.

Nadie en Ibiza conocía su faceta de artista. Se presentó como “coleccionista de obras de arte” y sus vecinos supusieron que era una especie de dandy decadente cuyos ingresos provenían de rentas o de alguna herencia familiar. Ni siquiera pintaba en la isla; para ello hacía breves escapadas al extranjero en las que despachaba los encargos que le hacían sus socios. Ellos, claro está, también cumplían su parte. Y la cumplían hasta unos extremos que Elmyr no había alcanzado jamás: las ventas de todos esos años acabaron en colecciones y museos diseminados por todo el mundo, desde Caracas hasta Tokio. Una de las argucias del dúo consistía en obtener certificados de autenticidad, unos documentos que podían expedir ciertos expertos acreditados por las autoridades y que daban fe de que la obra en cuestión procedía del pincel del artista que la firmaba. Para desarrollar más eficazmente sus labores certificadoras, algunos especialistas necesitaban un incentivo económico que Legros y Lessard estaban más que dispuestos a proporcionar; la gran mayoría, en cambio, los otorgaba de buena fe. André Pacitti, uno de los más prestigiosos, se había acostumbrado tanto a las falsificaciones de de Hory que incluso llegaría al punto de denegar un certificado para un óleo auténtico de Dufy. El colmo de la desfachatez lo alcanzaron al presentar un cuadro de Kees van Dongen a la consideración del mismísimo Kees van Dongen. Sorprendentemente, el artista, que contaba a la sazón con casi noventa años, lo reconoció como propio. Según el testimonio de Elmyr —con todas las reservas que debe suscitar cualquier testimonio suyo— también Picasso dio su visto bueno a una falsificación hecha por él. Picasso no estaba seguro de si había pintado o no el óleo que se le mostraba, así que le preguntó al marchante cuánto había costado. Al enterarse de que el precio era de 100.000 dólares, contestó con naturalidad: “Si han pagado tanto, debe de ser mío”.

La sociedad se prolongaría durante más de un lustro; un lustro que muy tranquilo para él y muy próspero para sus socios. Aunque, a esas alturas, Elmyr ya sospechaba que muy pocas cosas duran para siempre.

***

A lo largo de veintidós años, Elmyr falsificó más de mil obras de muchos de los pintores contemporáneos más cotizados. Si el castillo de naipes no se hubiera caído, quizá los críticos de arte y los huéspedes de la mansión de Algur H. Meadows aún seguirían contemplando algunas de ellas y exclamando —tal y como había sucedido una vez— que nunca en su vida habían visto un Bonnard tan genuino. Pero, debido en gran medida a la imprudencia y a las confrontaciones personales de Legros y Lessard, el castillo cayó. Y fue entonces cuando todos parecieron darse cuenta de repente de lo flagrante del engaño. Los mismos marchantes que antes habían desembolsado miles de dólares por una acuarela recibida por correo desde Florida o por un óleo bendecido por los peritos, ahora fruncían el ceño y vociferaban su extrañeza de que alguien hubiese dado por buenas unas imitaciones tan burdas.

A diferencia de sus dos compañeros, Elmyr no fue detenido. Nadie estaba seguro de su relación con ellos y, en todo caso, nadie le había visto nunca pintar una obra en España, ni firmarla con nombre ajeno, ni intentar venderla personalmente; no podía probarse que él las hubiera entregado con conocimiento de que iban a ser vendidas como falsificaciones. “Ese maldito Legros —llegó a decir con una candidez tan admirable como sincera— ha arruinado el mercado del arte”. Su única condena se produjo sobre la base de la Ley de Vagos y Maleantes: dos meses en prisión con los cargos de homosexualidad, convivencia con delincuentes y falta de medios demostrables de subsistencia.

Al salir de la cárcel, pasó la última década de su vida en Ibiza. El estallido del escándalo le había deparado una fama que trató de aprovechar para iniciar una tardía carrera como artista original. También siguió imitando a los grandes maestros, esta vez con su propia firma y sin intenciones delictivas. Entretanto, las autoridades francesas se mostraban siempre dispuestas a hostigar su plácida existencia bajo absurdos pretextos como, por ejemplo, la ley. Dos veces solicitaron su extradición y dos veces les fue denegada por el gobierno español, que por entonces no tenía suscrito un tratado con Francia. A la tercera, en 1976, fue la vencida. Con setenta años y muy pocas ganas de ser deportado y encarcelado, Elmyr de Hory, o von Houry, o Dory, o Dory-Boutin, o Herzog, o Cassou, o Hoffman, o Raynal, se encerró en su casa e ingirió una dosis letal de barbitúricos.

***

En F for fake, el interesante documental sui generis que le dedica Orson Welles en 1973, Elmyr de Hory, con monóculo, pajarita y un traje impecable aderezado con un clavel en el ojal de la solapa, habla de Pablo Picasso: “Picasso es el fenómeno más curioso de nuestro tiempo. Nunca ha existido una persona capaz de transformar el solo movimiento de una mano, que no necesariamente ocupaba más de diez segundos, en oro puro. Ni siquiera Rockefeller era capaz de hacer tal cosa”. A eso podría replicarse lo mismo que James Whistler contestó a un comprador que le reprochaba el elevado precio de un retrato realizado en tres horas: “Es que no me ha llevado tres horas, caballero; me ha llevado cincuenta y cuatro años y tres horas”. En la biografía de Irving, Elmyr incide en ese aspecto: “Mi mejor obra nunca pudo ser vendida en las galerías a ningún precio. Pero si les llevaba la misma con la firma de Picasso, estaban dispuestos a pagar lo que fuera. Todo eso me parecía en parte divertido, en parte triste, en parte repugnante”.

La idea no es nueva, pero lo cierto es que resulta difícil rebatirla. Al fin y al cabo, ¿qué motivo fundamentado puede aducir alguien para no estar satisfecho con un producto que ha tenido enfrente, que ha podido ver y tocar, y que aparentemente ha apreciado hasta el punto de desembolsar por él una suma enorme? ¿Puede una simple firma devaluarlo o encarecerlo de forma tan extrema? Algo parecido debió de haberse planteado un coleccionista americano al que Joseph Faulkner ofreció devolver el dinero que había pagado por un falso Modigliani. “¿Lo dice en serio? —exclamó—. ¡Jamás! No me desharía de él por nada. Quiero que venga aquí y escriba al dorso del dibujo: «Yo, Joseph Faulkner, certifico que esta es una falsificación original y auténtica pintada por Elmyr de Hory»”. Estas palabras resultarían providenciales: las falsificaciones de Elmyr acabaron alcanzando una cotización tan elevada que, en una paradoja notable, comenzaron a aparecer en el mercado falsificaciones de sus falsificaciones.

Lo curioso es que no estoy enfadado —confesó una vez un amigo suyo al que había endosado repetidos cheques sin fondos—. Es como es, y hay algo maravilloso en un hombre como él. No me sorprendería que las dos veces creyera realmente que había dinero en la cuenta. No, aún le considero amigo; si le viera pasar por la acera de enfrente de los Campos Elíseos en este momento, cruzaría la calle e iría a darle un abrazo. Es un delincuente encantador”. Cuando un conocido común refirió esas palabras a Elmyr para encomiar la adhesión inquebrantable de la víctima, quedó muy sorprendido con la respuesta: “Pues yo no cruzaría la avenida para darle un abrazo —replicó con dignidad—. ¿Cómo se atreve a llamarme delincuente?”.


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